domingo, 2 de octubre de 2016

Mi deseo


Quiere que la tenga entre mis brazos, que la sostenga con mis suaves manos; sin embargo, mientras la miro, me doy cuenta de que es demasiado para mí, no podré con ella, y corro el riesgo de perder la fuerza y dejarla caer. Si ocurriese, no me lo perdonaría jamás. Está aquí por mí, viene a verme para estar conmigo. No puedo hacer eso, pero sí puedo mirarla.

            Es preciosa. Tiene la cara redonda (aunque diría redondita, que me suena mejor). Desprende un aroma agradable, y mis ganas de entrar dentro de ella aumentan. No deja de sonreírme, y eso hace que mis labios también se ensanchen y me quede un esbozo feliz, de entusiasmo.

            Puedo ver lo que me dice, aunque no lo escuche. Tiene una frase para mí, y es otro de los motivos que hacen mi sonrisa aún mayor. Después de su cara, miro su cuerpo. ¡Es perfecto! De mi altura. Cae el cabello por los lados, con una especie de tirabuzones que voy viendo a la vez que contemplo que su cara es lo más pequeño, luego va ensanchándose hasta el final. Viste como un traje de luces, pero que no brilla; con bolitas de colores y letras estampadas.

            Me gusta. ¡Me encanta! Es lo que estaba esperando.

            Me acerco más a ella, y al hacerlo, empiezo a notar calor. Es como si me sudase el rostro al exponerme a algo que quema tanto. Me retiro, insatisfecho. Ella no me dice nada, se mantiene inerte, pero con esa postura feliz del inicio.

            Parece que… No sé, pero percibo una extraña sensación, algo que me incomoda. Al volver a mirarla, en lo que me seco el sudor de la frente, creo que ella se mueve. No estoy seguro, pero es como si temblase.

            La miro más, y en efecto, se está moviendo. Su cara… Su...

            -¿Qué es esto?

            La piel de su rostro se despega, como si lo que he estado viendo no fuese más que una máscara de goma. La veo cómo deja atrás la hermosa piel que contemplaban mis ojos, dando paso a un desprendimiento de felicidad en trueque con el pánico.

            Lo más bonito que he visto en mi vida, cambia, y lo hace a peor.

            Su cabeza cae por su propio peso; pero no al suelo, sino que se mantiene colgando a la vez que mi vista se percata del vacío que deja. Mirar lo que antes era pura beldad, ahora no es más que una zona borrada, la inexistencia que me asombra y aterra.

            Ha perdido la cabeza, o quizá la estoy perdiendo yo y mi relato no sea más que el de un pobre loco atormentado. Lo que sí sé –y es posible que vuelva a tener que ver con mi locura- es que de ese espacio sin vida, de ese vacío, emerge algo muy negro, que asciende y me paraliza, sintiéndome incapaz de reaccionar.

            Dejo que mi garganta se mueva por mí, y que trague lo que yo no soy capaz de escupir a gritos de espanto. Es una melena, tan oscura como las típicas pelucas orientales de las películas de terror, ese horror japonés en donde más y más pelo puebla la escena como si se tratasen de raíces de árbol intentando enroscarse en los pies de algún petrificado como yo.

            Intento recular al ver semejante horror ante mí. Solo es cabello, de un negro tan brillante como un par de zapatos untados de betún. Resplandece delante de mi figura a modo de estatua, a la espera de un paso más, uno que me despierte de la pesadilla. Y se cumple, pues el cabello, sobresaliendo por los dos laterales del cuerpo, se yergue para que yo observe un pedazo blanco: una frente lisa, pero igual de brillante que la melena, a pesar de carecer de color.

            Mi corazón quiere salirse, tal vez golpear al monstruo que yo no soy capaz de atacar con mis manos rígidas e inmóviles.

            Sigue ascendiendo, y puedo verle los ojos, ambos negros, llorando el mismo color. Tengo ante mí un terrorífico rostro que llora lágrimas negras, y hace que con cada una de ellas pueda recordar a la vez que las veo salir.

            Lo comprendo todo, y más cuando la cabeza formada sube del todo y deja que vea su rostro al completo. Soy yo, yo mismo, pero con la cara lisa, sin pelo en ella, más delgada y aún triste.

            Veo sus uñas pintadas agarrarse al borde que ha dejado la ausencia de cabeza. Sale todo el cuerpo, y sí, no me cabe duda que soy yo, mi yo de un futuro cercano.

            -Puedes pedir el deseo –me dice.

            Mi look futuro acaba de salir de la tarta que yo miraba con tanta felicidad, levantando la tapa superior y dejando que cayesen pedazos de chocolate y nata. Ese cabello con tirabuzones eran cintas de color azulado, rodeando toda la estructura de la tarta gigante. Las palabras eran un “Muchísimas felicidades”, y en vez de entrar yo en su interior, de ella ha salido la sorpresa. (Sorpresa según se mire) El calor cesó cuando las velas quedaron colgando para dar paso a la aparición que contemplo. Mi nuevo yo arranca una de ellas, me la entrega y me dice que sople mientras pido un deseo.

            -Tú eres mi nueva imagen –le digo-, así que ya habrás visto si mi deseo se hace o no realidad.

            Me mira. El maquillaje que se extiende por sus ojos le da un aspecto de lienzo recorrido por tinta china.

            -¿Se cumplirá? –insisto.

            -Tienes que comprobarlo tú. Es un deseo, si te lo digo, no se cumplirá.

            -¿¿Si no me lo dices sí?? –pregunto, entusiasmado.

            -Solo tú lo sabrás. Feliz cumpleaños.

            Pido el deseo y soplo la vela. Quedamos a oscuras, y aunque a él no le veo, sé que somos dos personas iguales llorando lágrimas negras.

 

 

*****

 

Un año después, me veo en una situación similar. En vez de algo redondo y hermoso, es cuadrado y menos bello, aunque brilla igual que el cabello reluciente de mi antiguo yo, ya que ahora, soy diferente.

            Se origina un terremoto pacífico, pero que a pesar de ser leve, mueve la tierra, sin abrirla, pues lo que quiero que se abra es la tapa de mi ataúd, el mismo que golpeo desde el interior.

            Mis negras uñas, después de pasarse horas arañando la tapa, dejando garabatos para un recuerdo que no quiero volver a ver nunca jamás, rasgan la madera por última vez antes de que mis puños la golpeen. Empiezo a gritar, enloquecido. (Ahora sí, y no antes). Consigo levantar la tapa, momento en que me detengo al recibir el aire que ansiaba encontrar. Me lo guardo de golpe en lo que me incorporo dentro de un oscuro panteón, del que solo consigo un poco de luz gracias a la abertura que entra entre el mármol.

            Lo acaban de colocar, así que no puede estar sellado por completo. Sé que si lo empujo con todas mis fuerzas, lograré salir de aquí.

            Esta vez no me sirven las manos, pero sí las piernas, ya que con ellas tengo más fuerza. Lo pataleo y puedo apreciar cómo retumba. Doy más y más patadas, gritando, llorando y, sí, asustado. Si no lo consigo me quedaré aquí para los restos, y que mi cuerpo pase a llamarse así.  

            -¡Ayuda! –grito. Pero nadie me escucha. Soy víctima de la noche, la que tanto he amado siempre, a pesar de que en ella mi voz, mi existencia, pasaba desapercibida. Siempre me ganaba con silencio, con la lejanía de lo cercano. Con todo. Aun así, siempre he apostado por ella.

            -¡Sáquenme de aquí! –insisto, bramando, utilizando piernas y brazos. Y por fin, la pesada piedra cede y cae, sonando como un peso tan muerto como todos los habitantes del camposanto.

            Me apresuro a salir, y no puedo explicar lo que se siente al saber que acabo de vencer a la muerte, y que uno de mis deseos –que era este, el vencer a la pena y sobrevivir- se ha cumplido. El otro es la felicidad de las personas que quiero; pero de entre los dos, es el que más deseo que se cumpla. Fue mi primer deseo, ya que el pedir que la muerte no me llevase con ella solo era una manera de poder estar presente en el que más ansío, y quizá algún día mis oídos lo escuchen, o tal vez mis ojos lo vean, y entonces dejaré de llorar negro y mi luz podrá apagarse del todo, descansando satisfecho al ver cumplida una realidad.

            Miro las letras de mi epitafio. Me recuerdan a las de la tarta gigante de cumpleaños. No es casualidad que sea el mismo día, aunque un año después. Las miro, enciendo mi mechero, observo la llama y pido el deseo una vez más, y será el mismo durante todos los años que me resten.

            Soplo.

            Feliz cumpleaños, me digo, sonriendo porque sé que podrán enterrarme miles de veces, pero no moriré hasta saber que mi deseo más querido se ha hecho realidad.

viernes, 30 de septiembre de 2016

La visita de la muerte


Todo está oscuro. Las paredes se estrechan entre mis dos ojos activos, pendientes de contemplar una noche criminal. Alargo un brazo para encender unas pequeñas bombillas a pilas que descansan sobre el escritorio. La cama comienza a convertirse en una cámara frigorífica, con sábanas que dicen húmedas cuando en realidad están tan secas como mi lengua, la cual, en continuos movimientos entre las dos hileras de piezas dentales, se esfuerza en producir saliva, consiguiendo una masa pastosa acompañada por una palpitante agonía que, estancada en mi garganta, me hace sufrir lo que no está escrito. Es como si acabasen de anestesiarme la tráquea y yo sienta algo plomizo entre el final de la mandíbula y el principio del pecho; algo que mantiene rígido mi cuello, que se esfuerza en tragar y solo deja que bajen nervios al borde de un ataque de pánico.

            Me muevo dentro del viejo camastro. El somier rechina, el colchón cede hacia un lado y de pronto siento vértigo, intentando sujetarme a algo que solo existe en mi cabeza. No puedo caerme, es imposible. Solo se mueve. ¿Por qué? No hay fantasmas (creo). Imagino que es mi propia aprensión, mi estado de duermevela, la falta de sueño en la que las dos persianas de carne a las que llaman párpados desean mantenerse abiertas las veinticuatro horas del día.

            Retiro la ropa, y veo que con ella se forma un bulto, algo que, en mi interior, lo imagina como un cuerpo, alguien que descansa dentro de mi cama, sin vida y con intención de llevarse la mía hacia un lugar lejano.  Comienzo a respirar con dificultad. Mi pijama holgado forma estrías, iguales a la piel del rostro que tenía mi abuela antes de fallecer, y entonces yo me la imagino ahí: su vieja cara con protuberancias, con surcos en donde las lágrimas que derramaba a diario competían para ver cuál de ellas bajaba antes hasta la barbilla, para después morir al desprenderse, pero automáticamente nacían más, y más, y así hasta secar sus ojos al no tener más por donde eliminar el sufrimiento. No me la imagino, ¡la veo! La veo escalar mi ropa para ponerse a mi altura mientras sus disecados órganos de visión me contemplan con fijeza, con una expresión facial que pide compañía en el helado panteón.

            -Muere ya –la escucho decir.

            Grito, a la vez que sacudo mi parte superior del pijama, como si intentase apartar de mí una araña. Pataleo, inconsciente de ello, momento en que los dedos de mis pies rozan esa especie de montaña de ropa. Me hiela la sangre darme cuenta de que acabo de golpear algo duro, cuando debería de ser blando. Desde el principio imaginé que allí yacía algo, algo sin vida, algo que me vigila escondido.

            Las sábanas se encogen, haciendo que el bulto crezca en altura. Ante mí, bajo la tenue luz azulada que proyectan las tres pequeñas bombillas del aparato, la montaña se aplana, ascendiendo hasta parecer rozar el techo. Mi campo de visión capta algo diferente bajo ella, miro allí y visualizo dos pies, planos y amoratados. Mi respiración aumenta, sintiendo el corazón repartirse por todo mi cuerpo. Me es imposible cerrar la boca tras el asombro, pero aún menos cuando  de entre la montaña de ropa veo salir dos brazos, esqueléticos pero con unos dedos larguísimos. Las manos agarran la ropa, presencio cómo sus venas se marcan en ellas y, después, los dedos retiran la ropa. No he visto nada más aterrador en mi vida como lo que veo ahora: el rostro de mi abuelo renace bajo las sábanas. Primero me mira uno de sus azulados ojos, y media boca, seria como lo era todo él; después, la cara al completo, mirándome también con ojos que me incitan a darme por culpable.

            Camina sobre la cama; sin embargo, no tiene peso, es como si levitase a pesar de apoyar los pies. Viene hacia mí. Intento retroceder pero me golpeo con el cabecero. No tengo salida.

            -No huyas –me dice. Su voz, distorsionada, hace que me petrifique. Se detiene justo a la altura del cuadro que tengo colgado en la pared. Allí aparece él, junto a mi abuela, el día de su boda. Es una fotografía en blanco y negro, en donde sus blanquecinos rostros y su oscura ropa le dan un toque gótico.

            Mi abuelo (el presente) lo señala.

            -Cara blanca y vestido oscuro. ¿Habías pensado alguna vez que eres como nosotros? –me pregunta.

            Tiene razón, pero también la tiene al preguntarme, porque nunca lo había pensado.

            Mi abuela vuelve a subir por mi ropa.

            -Eso significa que pides tierra –dice-. Cada vez te pareces más a un cadáver, un esqueleto, unos cuantos huesos que le sirven de percha a una camiseta negra y unos pantalones que puedes subirte hasta los sobacos. Eres como nosotros, ¿por qué no quieres comprobar cómo es la muerte? Estás en el epílogo de tu vida, muchacho. Asúmelo.

            -Tu madre te ha dejado esta tarde –me dice mi abuelo-. Se ha ido con su novio, se ha llevado al gato y te ha dejado porque se avergüenza de ti. No regresará, y lo sabes.

            Lo pienso, y sí, recuerdo haber discutido con mi madre, y es cierto que se ha marchado y se ha llevado a Lucero, nuestro gato. Estaba rota, y me ha dicho que no quiere saber nada más de mí, que yo ya no soy su hijo.

            -Se ha ido porque lo has hecho todo mal, cariño –me dice mi abuela-. Todo mal.

            -¡Ya lo sé! –grito, histérico.

            -¿Cuánto daño has hecho?

            -¡Mucho!

            -¿Y cuándo pararás de hacerlo?

            -¡No lo sé! ¡Yo no quiero hacerlo! –Me arranco el pijama, bramando.

            -Mírate –dice mi abuelo-. Mira tu cuerpo.

            Lo hago. Sí, se me notan las costillas, la piel cuelga y está blanda. 56kg con dolor, pero un estómago vacío que pesa una tonelada.

            -Solo fumas, no comes y no duermes. Todo el día con el cigarro en la boca. El tabaco mata. Vente ya con nosotros.

            -Tu madre no va a volver –dice mi abuela-. Y es mi hija.

            -Se ha enfadado conmigo –explico.

            -Sí, porque ha visto que has hecho mucho daño, y ya no quiere un hijo así.

            -¿No volverá? (Mama, vuelve)

            -No, jamás. Ya no. Ni el gato.

            -Te abandonó tu padre, y ahora ella. Si tus padres te abandonan, ¿quién puede tener la culpa?

            -¡Cundo lo de mi padre yo era pequeño! –vuelvo a gritar, colérico.

            -¿Y ahora? –me pregunta mi abuela.

            No respondo.

            -Piensa en todo el daño que has hecho.

            Lo hago, pero ya no lo quiero pensar más. Lo he dado muchas vueltas, y una más terminaría por matarme del todo.

            -No puedes vivir así.

            -Lo sé, y sé que me estoy muriendo poco a poco. Me lo ha dicho el médico.

            -Muérete del todo.

            -¿Me aceptaréis con vosotros? –pregunto mientras mis lágrimas se adueñan de la historia.

            -No –asegura mi abuelo, con una frialdad paralizante-. No eres digno de estar en nuestro hogar eterno.

            -¿Por qué? –Las lágrimas pueden más que la pregunta.

            -Porque ya no te queremos –interviene mi abuela-. La gente que hace sufrir no merece cariño; no merece nada. Muérete, muérete de una vez y descansa, hijo. Descansa para dar paz.      

-¿Y cómo lo hago?

            -Cierra los ojos, aunque no te duermas. Estás débil, casi no puedes andar. Tienes que mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. Ya son más de cuatro días sin comer, más de tres sin dormir. Se acerca el momento. Solo espera.

            -¿Duele morir? –Me seco las lágrimas.

            -Duele lo que has hecho en vida –asegura-. Sentirás frío, pero será una muerte dulce, y entonces sí, dormirás del todo.

            -¿Lo vas a hacer? –me pregunta mi abuelo.

            Asiento con la cabeza, mientras la rabia se convierte en tristeza.

            -Irás a un montón de tierra que cede el ayuntamiento. Cuando pasen muchos años y vean que nadie se preocupa de ti, esparcirán tus restos.

            -Está bien –susurro.

            -Quedarás en el olvido –insiste-, pero supongo que eso ya lo imaginabas.

            Vuelvo a asentir con la cabeza.

            Los fantasmas se van sin despedirse. Miro su imagen colgada en la pared, y en vez de sus rostros, veo calaveras que hacen que me sobrecoja; después, miro una fotografía de mi madre, mientras recuerdo por qué se fue horas antes de todo esto, y cómo me decía que lo he estropeado todo, y que tengo la culpa de todo.

            -Yo no quería –digo mientras beso la imagen. Después, la guardo bajo mi pijama, al lado del corazón, cerrando los ojos como me han dicho, y rogando porque mi madre regrese antes de que ya no pueda volver a abrirlos nunca más.  

            Te recordaré siempre

martes, 27 de septiembre de 2016

Dejadme hacerlo


-Ass-un... ya

(Plum)

Se mantiene unos instantes allí, recordando mientras sus pensamientos giran como una noria de ideas, cada una de ellas más dañina, más dolorosa, más llena de rabia; después, se incorpora, mira de frente, sigue pensando y habla, en un balbuceo triste, tan apagado como piensa que está su vida.

-Puo...qué

(Plum)

Un nuevo golpe, pero más silencioso que el descrito. No le duele, y aunque alguien llegase con el propósito de arrancarle la piel a tiras, quemarle vivo o hacerle punto de cruz en el forro de las pelotas, tampoco sentiría dolor. Su cuerpo no es más que un cadáver agonizante, con un corazón que late sin apenas escucharse el sonido, como si no estuviera;  dos pulmones que respiran tan en silencio que pasan desapercibidos dentro del tórax, igual que una tabla de planchar, prácticamente rígido como ella. 

Mantiene la cabeza pegada de nuevo, negando a la vez que la parte frontal de su cráneo se masajea en mullido.

-uUUMmM.

Parece bramar con la escasa energía de su cuerpo.

-uUUMmMUUUMM.

(Plum.  Plum.  Plum)

Quiere apretar los puños, mover los brazos e incluso arañar la pared, pero le es imposible, ya que solo puede desearlo, como también  que sus uñas se partan al contacto, que se claven astillas dentro de ellas y le provoquen sangre. Suele salir después del dolor, pero el dolor que tiene no la requiere.

Intenta mover todo lo descrito, y al ver que no puede ser, vuelve a bramar. Su nuez de Adán queda estancada entre dos gruesas venas, destacando en una cilíndrica garganta enrojecida y áspera, como su barba de tres días. Entonces vuelve a pensar, a sufrir porque sus recuerdos así desean que ocurra. Nació con cabeza de mártir, con un cerebro estrictamente diseñado para dar vueltas y más vueltas; para recopilar dolor, y que este último, se reparta por todo su cuerpo, como esa sangre inexistente ahora.

(Plum.  Plum .Plum)

Vuelve a machacarse, a desear tener las manos libres para apretar los puños, mirarse las muñecas, verlas igual de abultadas que las de su cuello y, ya que no puede cortarlas, al menos morderlas, porque necesita sentir un dolor físico, y no interno; hacerse daño él, no hacérselo a los demás. Necesita abrirse paso en el mundo, aunque sea en el de los muertos.

Sabe que así puede conseguirlo. Si se desangra ya no piensa

(Plum)

Ya no ve aterradores recuerdos que le repiten lo miserable que ha sido y es.

(Plum. Plum)

Ya no pide ayuda a gritos, respondido únicamente por el eco de las cuatro paredes en las que vive, pasa hambre y no cierra los ojos.

(Plum.Plum.Plum)

-UaaAAAAAAA  ¡UUU-AAAAAAAAAAAAA!

La lengua, apuntando al techo y formando una "s", desea salirse de la boca, caminar por sí sola; pero al igual que en la vida del trastornado, la presa la atrapa, y son los dientes quienes la muerden, provocándole un chispazo en el cerebro, y acto seguido, el líquido más pastoso que es la sangre, camino de la hinchazón. La escupe, y después se la traga, como lleva tragando todo sin forma de evacuar. El pecho sí, esta vez le sube y le baja, y vuelve a sentir el corazón.

El efecto del sedante se ha pasado, y cada vez que esto ocurre, la desesperación le domina.

-¡Y me lo dijo mi padre! -escucha-. Porque cuando yo era viejo los recuerdos no caminaban de la mano; y sí, efectivamente, era un tapón sin firma, desde los pirineos hasta la cordillera cantábrica. Ay, pobre hermano mío...

-¡Silencio!

-¡Y quiero muuuuucho cho cho mucho más y más! Jajajajaja. -Llora. Llora el hombre que reía, moqueando, con la cabeza gacha y diciendo que es un miserable. Segundos más tarde, vuelve a reír. Quiere contar un cuento. Sus ojos miran la oscuridad, y estos, vuelven a llorar al verlo todo del mismo color que su alma.

(Plum. Plum. Plum)

Grita, al fin por el dolor querido. Se sigue golpeando la cabeza por aburrimiento, consciente de que no adelanta nada con ello, pero sí puede morir desangrado. Quiere, necesita morir para dejar de sufrir; sin embargo, nunca le dejan. Siempre le pillan, le llevan a la celda de paredes acolchadas, y allí, se golpea, deseando desaprisionarse de la camisa de fuerza, rogando que no le inyecten más relajantes, que solo le borren la memoria, los recuerdos malignos, los pensamientos negativos, la maquinaria para hacer sufrir; y los oídos, para sin ellos dejar de escuchar al compañero de la habitación de al lado que no dice nada coherente, para que el vigilante no le mande callar, que no entre en  el interior de las cuatro paredes que le recluyen y pueda abrirse más heridas en la lengua, llorando cada quince minutos mientras se traga la sangre que, en un hospital psiquiátrico, es lo que menos duele. 

-Dejadme morir, por favor. Lo ruego. Necesito desaparecer

Lo piensa, pero le queda una amarga condena por delante.

(Plum)

domingo, 21 de agosto de 2016

Cara o cruz


Llevo horas lanzando y recogiendo una moneda por puro instinto. Al principio la miraba, las vueltas que daba en el aire y los anillos entrelazados que creaba con cada uno de sus giros; después, me he acostumbrado a contemplarla, y ya ninguno de sus movimientos me causa sensación. Mientras hablo, la moneda sigue girando, cae en mi mano y vuelve a ascender gracias a mi impulso. Sube y baja; cara o cruz. Vida o muerte.
            -Cara.
            Vida.
 *****
Ha llegado la hora de poner en práctica el destino que me brinda la moneda. Ella, como el mundo entero, me incita a que mi cara suba al cielo y mi cuerpo baje al infierno; que mi alma ascienda a lo alto del firmamento, y que mis huesos se pudran bajo tierra. (O lo que quede de ellos una vez que impacte contra la carretera que tengo debajo de LA ESTRELLA DE mi VENTANA).
            Muchas veces me he preguntado qué puede sentir una moneda cuando da vueltas sobre el aire, sin que quiera; y me he preguntado lo mismo cuando baja. También porque no le queda más remedio, porque es imposible que no lo haga si algo no la frena en la caída. Yo he vivido mucho tiempo entre medias, estancado entre el cielo y el infierno, arriba y abajo, entre la cara y la cruz. Siempre en medio, como el puto jueves (o el miércoles, si no se cuentan los fines de semana). Escuchaba sin hablar, y si lo hacía, lo que había subido bajaba de forma fugaz, chocando contra el suelo en un salvaje porrazo incontrolable. La pupa de un niño y la hostia de un adulto; y volvía a estancarme.
            Escuchaba y digería. Contaba UNA, DOS, TRES. UNO… y así hasta cien, antes de abrir MI BOCA, y cuando las palabras salían, la hostia volvía a hacerse presente. Decidí callarme, respirar y controlar la presión del pecho, sin decir nada. Duré muy poco así, volví a hablar, me defendí, y volví a perder.
            He perdido todo lo que quería, y lo que no quiero, no termina de perderse del todo. Se llama volverse loco, quizá por ello esté majara y hable de monedas, caras y cruces… Porque tú, ¿SABES QUIÉN SOY?
            Yo no tengo ni maldita idea en esta NOCHE DE LAMENTOS, de despedidas, de partir ENTRE RISAS de un lunático enfermizo. Ni siquiera me propongo ir EN BUSCA DE UNA RESPUESTA, ya la tengo: se llama “derrota”.
            He contado muchas veces lo que me ocurre, y lo sigo haciendo en esta recopilación de última hora, pero lo repito por si alguien acaba de leerme y le pica la curiosidad. No lo niegues: ¿A QUE A TI TAMBIÉN TE PICA? Esa es LA IDEA.
            Ahora, mientras caigo al vacío, estoy mostrando MI CARA OCULTA. No es ninguna SORPRESA INESPERADA, el mundo lo ha sabido siempre, pero han pasado olímpicamente. Excepto tres, y las tres mujeres: mi amor, mi madre y mi amiga. Una me dio la vida, otra es toda mi vida y la otra la acompaña con su amistad. Para hacer esto he tenido que decir: DÉJAME PASAR, MAMÁ, y no ha sido nada fácil, pero sí necesario. Y sí: tengo MIEDO A LA MUERTE, pero es irremediable. ¿Quién sabe? Quizá sea el nuevo FANTASMA DE tu ARMARIO (jiji), me meta en tu dormitorio para ser UNO MÁS EN LA HABITACIÓN, y que tú me digas antes de aterrorizarte: déjame explicarme, SOLO UNA VEZ MÁS, POR FAVOR. Necesito UN DÍA DE VIDA.
            Sería divertido…
            Habrá que esperar. Mientras caigo, diré que una vez vi que en una serie de televisión dijeron que solo muere lo que se olvida; y en otra, que para que dejen de hablar mal de ti tienes que estar muerto. Creo que las dos tienen razón, pero que la primera, solo se cumple durante los primeros quince días y dos  aniversarios; después, te extingues con tu propia ceniza mientras tu cuerpo se pulveriza.
            Yo no tomaré esa decisión, me limito a derramar lágrimas, como LAS LÁGRIMAS DE CRISTO, y que como él mismo diría en la cruz: ¿POR QUÉ ESTE CASTIGO?  Porque me ha tocado. Ahora a prepararse para vivir LA VIDA SIN MÍ; y cuidado en los cementerios, porque pienso ser el REFLEJO DEL PANTEÓN.
            Adiós.
            -Cruz.
            Muerte.
           
           
           

lunes, 27 de junio de 2016

Noche de lamentos




La noche iba cayendo a medida que el sol se ocultaba bajo la sombra de una luna encogida, sin ganas de ser vista por completo. ¿Acaso tenía miedo de algo?

 El cielo parecía adquirir un tono empobrecido, mezclado con la penumbra de la esfera  que asomaba escasos milímetros. No era una noche de lobos, pero sí de lamentos.

Un coche avanzaba a las afueras de un pueblo vallisoletano. Se movía por la calzada con cautela, precavido de la llovizna que empezaba a caer después de que un trueno diese la voz de alarma. Las nubes se abrieron, dejando un esponjoso espacio entre ellas para que un rápido y cobarde relámpago luciese en lo alto del firmamento, emitiendo un fogonazo cegador; acto seguido, su malhumorado y sonoro acompañante rugió ante el estremecimiento de los dos presentes que, abajo, dentro del vehículo, deseaban llegar a casa cuanto antes.

                -¡Fíjate la que está cayendo!-gritó Merche-. ¡Es tremendo!

                -Tranquila, se pasará pronto –respondió su esposo, sin quitar la vista de la carretera. Circulaba a 40km/h. Los goterones de lluvia caían sobre el cristal como si del cielo lloviesen piedras.

-Sabes que a mí la tormenta me impone, Julián –siguió diciendo ella.

                -Lo sé, cariño.-Los parabrisas eran como dos agujas de una báscula indecisa, luchando por inclinarse sobre un único lado, pero sin éxito.

                -Ve despacio, por favor –le rogó. Había un brillo de terror en los ojos de Merche.

                -Así lo hago – afirmó él. Seguía centrado en el volante.

                Venían de celebrar su primer aniversario.  Julián apuró hasta el último céntimo de su paga extraordinaria y se comportó como un caballero cuando llevó a su esposa al restaurante más caro. Cenaron bien de marisco, y carne, acompañado por una botella de Lambrusco – el cuál hace milagros en las cenas románticas – y cava bien frío; después, una porción de tarta helada.

                Las noches de verano suelen ser bastante agobiantes en la capital, por ello salieron a las afueras; Merche jamás había visto el pueblo como en aquella noche, pero del restaurante se llevó un buen sabor de boca. (Y de los langostinos). Su marido también lo disfrutó, aunque su cartera ya no quería abrirse…

                Todo iba de lujo hasta que al entrar en carretera  se preparó la tormenta.

                -También es mala suerte – dijo la mujer -. Con lo bien que pintaba la noche…

                -No son más que unas cuantas gotas de lluvia, mi amor – respondió él, sin darlo importancia -. Ahora llegaremos a casa y no nos daremos cuenta de que llueve.

                -Al llegar a casa, sí. ¿Y mientras? – Tartamudeó al preguntarlo; de su boca salió la típica pregunta miedosa, esa que se formula mientras la mente elabora pensamientos negativos.

                -Pero no te asustes, mujer. Vas encogida –observó él. Su cabeza copiaba medianamente la acción de los limpiacristales: derecha, centro, derecha, centro.

                -¡Me da mucho miedo! –gritó ella.

                -Es lluvia –Julián sonrió antes de añadir-: Los truenos lo único que pueden hacer es meter ruido, nada más.

                -Me tratas como tonta. ¿Crees que soy la única que los tiene miedo? –Lo miró con el ceño fruncido.

                -Sé que hay mucha gente que teme al nublado, pero de siempre –volvió  a decir él-. Mi madre no lo soporta; se esconde por la casa, apaga las luces y reza. ¿Pero tú…? Jamás lo has temido hasta hoy.

                -Es que… -Merche se detuvo.

                -¿Qué? – preguntó él, queriendo saber lo que le ocurría a su esposa. Miraba a su mujer, y a la vez, también la carretera.

                -No es solo por la tormenta.

                -Vale. La carretera, ¿no?-Aprovechó para limpiar el cristal con su propia mano, dejando un borrón de agua por el que ver mejor.

                -Sí; sabes que ha habido muchísimos accidentes, y…

                -Pero conduzco con precaución, cariño – interrumpió -. No me importa tardar un cuarto de hora más en llegar.  Llegaremos bien.

                -… Está muy oscuro, mi amor – insistió ella -. Creo que las luces que llevas no son suficientes.

                -Lo son. No te preocupes más, por favor.

Julián miró a su esposa; pero por culpa de la postura de esta, le pareció que en vez de una mujer llevaba de copiloto a un feto inquieto. Temblaba ansiosamente mientras su cuerpo se helaba. Sus labios morados, acompañaban en un color trágico al castañetear de sus dientes.

                -¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte, Merche? –Estaba algo enfadado y sorprendido al ver tanto terror en ella.

                -¡No puedo! – gritó sin dejar de tiritar.

                Julián detuvo el vehículo en mitad de la carretera. Echó el freno de mano y observó a su mujer. No entendía nada.

                -Po… ¿por qué paramos? – preguntó ella, tiritando.

                -Para que te quedes más tranquila. Esperaremos aquí hasta que amaine la tormenta.

                -No, Julián, ¡por favor! – empezó a gritar -. ¡Quiero llegar cuanto antes! ¡No soporto verla mientras estoy  encerrada! ¡Me agobia!

                -Dentro del coche no puede ocurrirte nada – volvió a decir él -. No hay tráfico, solo estamos nosotros.

                -Eso es lo que me da miedo – respondió ella, sin mirarle. Su mirada se perdió en un pensamiento -. Eso y… -Hizo una pausa, la que jamás reanudó.  Tuvo que ser Julián quien se lo arrancase de adentro.

                -Eso, y…, ¿qué más? – preguntó.

                -La curva – respondió con claridad. Más que decirlo, lo escupió sin pensarlo -. Cuando giremos la curva…

                -Volvemos al mismo tema de antes –volvió a decir él-, y te repito que conduzco con precaución. No ocurrirá nada cuando giremos.

                -No solo me da miedo el girar y que tengamos un accidente – respondió Merche, más nerviosa que nunca-. También me da miedo… la curva, la leyenda de la chica de la…

                -¡Esto es el colmo! –Julián dio un manotazo en el volante; este vibró-. No sé qué demonios te ocurre, pero estás acabando con mi paciencia, Merche.

                -¡Me da miedo, joder! – gritó ella.

                -¡Pero me hablas de cosas que jamás te han dado miedo, coño! –Arrancó y pisó el acelerador, más de la cuenta-.  ¿A qué cojones viene ahora lo de la chica de la curva? - Seguía pisando, inconsciente de la gran velocidad a la que conducía.

                -Sabes que en ese tramo han ocurrido bastantes desgracias… ¡Me da miedo! –Continuaba histérica. No dejaba de moverse. El cinturón de seguridad impedía que se moviese con libertad.

                -Sí, ya me lo has dicho antes – respondió él, anteponiéndose a lo demás. Seguía discutiendo con ella, olvidándose de mirar la carretera-. Pero me hablas de estupideces, de leyendas urbanas. ¡¡Idioteces!!

                -¡No son idioteces!-gritó Merche, muy segura de lo que decía-. Tengo una extraña sensación con esa curva. No sé lo que es, pero…

                En ese momento, un relámpago deslumbró a Julián. Perdió el control por unos instantes; las ruedas traseras patinaron, salpicando abundante agua. El vehículo derrapó dando medio giro. Al fin, logró controlarlo con esfuerzo.

                -¡Mierda! – gritó hasta hacerse con el control del trompo imprevisto.

                Merche no dejó de gritar un solo segundo. Después de verse sana y salva, aún continuaba con la respiración jadeante, el rostro lívido y los nervios a flor de piel. Sentía el corazón estancado en la garganta. Echó la cabeza hacia atrás y suspiró.

Quedaron en dirección contraria a la que iban.

Fue dejando de llover. Ninguno de los dos se daba cuenta, pero la lluvia caía con menos fuerza, casi nada.

                -Es… esto es una señal, Julián –advirtió ella.      

-¡Esto es que casi nos matamos por tus estupideces! – gritó él, histérico. Tenía la vena del cuello a punto de explotar; la tez acalorada, como si llevase horas expuesto al sol -. ¡Deja de decir chorradas de una puta vez!

                -¿Te encuentras bien? – preguntó ella de repente.

                -¡Sí! ¿No me ves? –respondió con ironía.

                -¿Seguro que te encuentras bien? – insistió la chica.

                -¡Que sí, coño! ¡¿Pero qué te pasa?!

                -Pensaba que te había perdido – respondió Merche -. Por unos momentos… No sé, creí que…

                Julián la miró muy preocupado, y añadió:

                -El que no lo sabe soy yo. De verdad, no sé qué te ocurre.

                Ella también le miró, sin responder. Sus ojos giraron para observar el retrovisor, y ahí, fue cuando él vio en estos la expresión del pánico.

                -¿Qué te pasa? – preguntó.

                -Que… ahí… - Su mujer respondió balbuceando; no decía nada coherente -. Ahí…

                -¡¿Qué?!-Julián se desesperaba.  Miró por su retrovisor. Algo ocurría.

                -¿Lo estás viendo? – preguntó Merche, clavando las uñas en el brazo derecho de su esposo.

                -¡Sí! – gritó -. ¡Cálmate!

                Veían una sombra oscura dirigiéndose hacia ellos, un ser enlutado que no frenaba sus pasos. Los relámpagos hacían su silueta más siniestra y aterradora, resplandeciendo momentáneamente mientras caminaba sin cesar.

                -¡Viene aquí, Julián! – gritó ella, histérica.

                -Ya lo veo –respondió-. No te preocupes, solo es un señor que necesita ayuda.

                -¿Qué? ¿Cómo lo sabes? – Dudaba.

                -Porque estoy viendo arder su coche – respondió -, y la verdad es que es tremendo.

                Merche se giró y miró.

En efecto, Julián decía la verdad. Había un vehículo ardiendo sobre la carretera; un rastro de humo lo cubría todo, dificultando el ver si había más personas en el interior. El destino no quería que ese vehículo se apagase, por ello, dejó de llover del todo.

                -Dios santo… - exclamó Merche.

                El golpe debió ser terrible debido a la posición del turismo. Solo se distinguían las cuatro ruedas, lo demás era una auténtica cúpula de fuego, humo y trozos de cristales que aún seguían saliendo al exterior. Le debían de faltar la luna y el capó, o habían quedado en forma de acordeón.

                -Voy a salir – dijo Julián.

                -¡No! ¡Espera!

                -¡Ese hombre necesita ayuda! – gritó él. Bajó del coche.

                -Yo avisaré a una ambulancia –añadió la chica.

                Julián se puso en camino para socorrer al hombre. Era imposible distinguirlo con claridad entre el fuerte soplido del viento y el humo que cada vez se expandía más hacia ellos.

                Merche sacó su móvil para alertar a los servicios de emergencia. Se sorprendió al ver a Julián buscar algo en los asientos de atrás.

                -¿Qué buscas? – le preguntó mientras marcaba el número; sin embargo, él no respondía.

                Ella levantó el teléfono, típico movimiento para buscar cobertura en lo más alto; y ahí, el reflejo del espejo central llamó su atención. Un estremecimiento hizo que soltase el móvil de repente. El que estaba detrás de ella no era su marido, sino el hombre del accidente.

                Llevaba una cazadora empapada de agua. Le cubría el rostro y toda la cabeza.

                En ese momento, Julián entró.

                -Oye, que no encuentro al señor por… -Se detuvo en cuanto le vio en los asientos traseros -. Ah – continuó -. Ya está aquí. ¿Se encuentra bien?

                Silencio absoluto.

                El matrimonio se miró con cara de circunstancia. Ella no articulaba palabra; él no sabía qué hacer.

                -Bueno –le dijo a su mujer -. Nos acercaremos al lugar del accidente para ver si hay alguien más en peligro.

                El nuevo pasajero seguía sin decir nada.

                Julián arrancó, giró y se puso en marcha en dirección al lugar del accidente.

                -Perdone – volvió a decirle, mirando por el espejo central -. ¿Se encuentra bien?

                El visitante no contestaba.

                -Seguramente esté en shock – le dijo a Merche, quien tampoco abría la boca-. Puedo entender que él no me diga nada, pero ¿tú?

                -No… no está en shock – dijo ella, sin mirarlo.

                -¿No? ¡Entonces por qué no me responde! –Aceleró por instinto.

                -Porque en la curva…

                -Mira, ¡vale ya de sandeces! – gritó él, perdiendo su propio control, y el de la velocidad -. ¡Este hombre no es ningún fantasma!

                »¡Usted! –Se dirigió al señor de atrás -. ¡¿Quiere contestar a mis preguntas?!

                Una vez más, la respuesta fue el aterrador silencio.

                Julián miró a Merche, quien continuaba en la misma postura, pareciendo ser ella quien estaba en shock.

                -Ya está bien, me cago en la leche – dijo-. Quítese esa cazadora de la cabeza y… - Julián se giró para retirarle la prenda. No prestó atención a la carretera, y una vez que vio lo que ocultaba la ropa, no pudo volver la vista al frente. Dio un grito aterrador cuando vio con sus estupefactos ojos que ese hombre había caminado, pero no hablaba porque no tenía boca para poder hacerlo, ni siquiera cabeza.

                El relámpago volvió para aumentar la visión terrorífica del decapitado y aturdir más a Julián en su maniobra de salvación. A partir de ahí, volvió a repetirse lo mismo de antes: patinaje y derrape; después, dos vueltas de campana y un montón de cristales volando por el interior del coche. Uno de ellos, el de mayor magnitud, fue el encargado de rebanar la garganta de Julián, decapitándolo en el acto y a la velocidad del rayo, quien estuvo muy presente en su historia, y no podía faltar en su muerte. Se disparó y le separó la cabeza del tronco con un corte limpio, en mitad de un agónico alarido al que sustituyó un escupitajo de sangre. Fue a parar al cuerpo muerto del hombre enlutado, donde encajó a la perfección entre los descomunales labios de la herida del cuello. Se detuvo allí mientras los ojos vidriosos aún pestañeaban, viendo lo que tendría que asimilar a la fuerza.

                Aprovechando los últimos instantes de vida, vio a su mujer muerta. Los ojos  a punto de morir de Julián, se dieron cuenta de la verdad.  Fueron décimas de segundo, y con estas, supo al fin que no existió nunca el hombre que llegó después, solo la negrura de su propia muerte predicha por su esposa, la misma que yacía aplastada por amasijos de hierros.

                El hombre había recreado su propio miedo, mayor que el de su amada, y alimentó la muerte de los dos hasta que el siguiente paso de la vida llegó en su busca para llevárselos lejos, muy lejos.

                Los bomberos lograron apagar el vehículo. Julián ya no pudo sentir cómo uno de estos abría la puerta para ver los cuerpos, pero sí verle hasta que en sus ojos se interpuso la tela nublada que posteriormente fue machacando a su cristalino e iris, tiñéndose de negro como el color de su pupila apagada en el momento en que intentó moverle.

                Tampoco pudo ver la cara de espanto del sanitario, ni su grito aterrador cuando una vez más, la cabeza se separó del cuerpo, cayendo sobre la alfombrilla de los asientos traseros con un sonido ronco, de lado, rozando nariz con nariz con su esposa y con una expresión macabra para su entierro: boca medio abierta, sin posibilidad de sentir el aire de la muerte en el interior de un agujero negro, como el túnel  por donde pasará hasta ver la luz clara, dejarse de tanta oscuridad y, por fin, volver a completar su cuerpo. En ese momento, el cielo volverá a su color azulado y el rayo quedará oculto para siempre, sin poder partir nada más por la mitad. La luna dejará de tener miedo y volverá a asomarse en su totalidad, llena por completo, y en donde Julián y Merche siempre se acordarán de resplandecer, odiando los días de tormenta.